La literatura de Irma Verolín camina por el filo preciso de un cuchillo que separa la realidad de la ficción. Por esté motivo, podemos afirmar que se trata de una literatura autorreferencial, con los procesos de ficcionalización necesarios para presentarnos sus creaciones como pequeñas confesiones dichas en voz baja. El uso de la primera persona -frecuente en su universo literario- convence al lector para pactar con la magia de la historia narrada, y lo instala en el centro de los acontecimientos.
Con una escritura bella, poética, reflexiva y fresca, Irma Verolín construye un mundo de aciertos y frustraciones, rico en humor y memoria de la buena, para que cada cuento narrado sea un viaje hacia el país de la imaginación, a través de la excelencia literaria.
Enrique Solinas
La escalera del patio gris
Vivíamos todos en una casi tenía un patio tan grande, tan pero tan grande que casi podría decirse que vivíamos en aquel patio. Era un patio de paredes altas y pisos grises con incrustaciones blancas y negras, bordeado de macetas despintadas por la lluvia y la mala voluntad. Nuestro pequeño mundo se extendía entre la puerta cancel y la cocina, entre el baño minúsculo y la escalera de pórtland. No éramos felices. Y la verdad es que eso no tenía demasiada importancia. Para nosotros la felicidad era un agregado que podía estar o no estar en la vida de la gente, no su esencia o su columna vertebral, ese esqueleto hecho de espuma y cenizas. Sin embargo, nuestra infelicidad no obstaculizaba el ir y venir de las ocupaciones, el ritmo de nuestra respiración ni el horario de las comidas. Por otra parte hablábamos lo justo y necesario. El sol se trasladaba por el cielo con esa pulcritud que sumaba una gota de confianza a la costumbre de dejarse llevar por lo que acontece, por la historia anterior de abuelos, bisabuelos y vecinos. Así que yo veía al sol trasladarse, lento, llameante, y ni siquiera podía imaginarme que en realidad era nuestro patio con sus paredes altas y sus grises baldosas el que se movía haciendo que, de pronto, el copete del sol absorbiera las sombras para dejarnos toda una noche a oscuras.
Yo tenía catorce años. Creo que siempre he tenido catorce años. Y ellos eran viejos, desde siempre también y no existía en el mundo nadie más que ellos para mí. Además del gato de cola finita que mostraba un hastío especial hacia todo, al extremo de que parecía andar diciendo con su silencio que la vida le importaba un bledo. Yo amaba a aquel gato. Al gato y a la escalera de pórtland. Y soñaba con viajar por la escalera, peldaño a peldaño para llegar hasta el haz de luz rectangular que quedaba allá, en el fondo, un rectángulo perfecto que me comía los ojos.
El patio, solamente el patio nos pertenecía, era nuestro sitio en un mundo que estaba lejos, lejísimos. Es muy probable que eso fuera lo que nos mantenía unidos, vaya a saber para qué. Lo cierto es que respirando el aire del patio yo imaginaba que al subir la escalera empezaba otro lugar que no era el mundo, que no era el patio. De modo que subir aquella escalera significaba emprender un viaje muy largo, para el que quizá yo no estuviese preparada.
Mi abuela decía que los viajes eran peligrosos, al tiempo que masticaba la papilla con zapallo haciendo muecas de asco y, por supuesto, sacando a relucir ampulosamente antiguos recuerdos: el tranvía, sus mareos, el peligro de matar un perro vagabundo, esas cosas terribles que, según ella, solían suceder durante los viajes. Mi abuela había viajado mucho en tranvía y se enorgullecía de ello. Mi abuelo, en cambio, prefería no hablar del tema, que se había convertido en algo parecido a un tabú; el simple hecho de mencionarlo le ponía la carne de gallina. Mi tía aseguraba haber viajado hasta el hartazgo; con esas exactas palabras lo decía y, según mi modesto entendimiento, el hartazgo había acabado con su paciencia y casi con su persona enteramente. Cuando se refería al asunto adoptaba un gesto temerario, ponía los ojos en blanco y revoleaba por el aire el tenedor hasta hacerlo girar infinitas veces, como si imitase el girar de la tierra sobre su propio eje, alrededor del sol y acaso expandiéndose con el Universo hacia la nada oscura donde inagotablemente el Universo se expande.
Mi hermana gemela no decía ni mu, Ninguna cosa podía decir porque ella, igual que yo, conocía únicamente aquel patio de altas paredes y macetas descoloridas. Sin embargo mi hermana no tenía ningún plan, ningún deseo secreto como yo. Ella no miraba la escalera de pórtland. Ella no miraba absolutamente nada, ella simplemente se dejaba estar. Y así pasaban los días por el patio mientras mi escalera iba siempre hacia arriba desplegando sus igualdades y sus ocultas perfecciones. Que la escalera resbalara sin contradicción hacia lo alto para culminar en un rectángulo de luz, a mí me estremecía de la cabeza a los pies y me llenaba de ilusión. Pero era un secreto, porque, como ya dije, tenía catorce años y a esa edad se tienen secretos o un novio. Yo tenía secretos. Entre ellos, el mejor era el de viajar por esa escalera, salir del patio para no volverlo a ver nunca, para hacerlo desaparecer y con él a la familia en pleno. Imaginaba que del otro lado de la placa rectangular de luz existía lo inconcebible. Naturalmente, por tratarse de un secreto, no lo comenté con nadie, sólo dejé escapar la palabra “viaje”, así, muy al pasar, con bastante desgano. Enseguida sentí que la palabra al ser dicha en voz alta era capaz de desenganchar estructuras en el aire hasta desatar mis piernas obligándolas a trepar por los escalones, vertiginosamente, vertiginosamente.
-¿Qué manía te ha agarrado a vos que estás hablando sin parar de lo mismo?- dijo mi abuela cuando juntaba la papilla amarillenta con el tenedor.
Fue durante la cena y, desde ya, se dirigía a mí. Su tono de voz y sus ojos saltones me acusaron. Mientras miraba el plato blanco, liso y blanco que recortaba el mantel a cuadros, yo había estado hablando de Simbad, el marino, y de Gulliver. A mi abuela no le había gustado nada. En su opinión nuestro patio con las paredes altas y el cielo chato y deslucido sobre nuestras cabezas era irreprochable. Y otra vez se acordó del tranvía: un ciempiés gigante engullendo el cuerpo gordo de mi abuela. Un rato después el brazo de mi abuelo, doblado y sosteniendo el tenedor con la papilla, me causó mucha gracia.
Ante la menor alusión a un viaje mi tía suspiraba hondo, con fastidio, sin dejar de mirar para otro lado. Por su parte el abuelo hacía crecer su desinterés como a una planta medicinal con espinas y flores. Así que no me quedó otro remedio que omitir la mención más insignificante a viajes o cosa parecida. Mientras tanto la escalera nacía ancha para mí y se enangostaba apenas al llegar a esa culminación de luz rectangular, donde mis ojos se aflojaban y entraban en el sueño. Del otro lado de la puerta cancel proliferaban ruidos de calle y una luz diferente. No recordaba haberla traspasado; en mi memoria existía el patio, nada más, con la tía y la abuela y el abuelo yendo y viniendo bajo la lluvia o en la sequía de la siesta. Y, por supuesto, mi hermana y el gato.
Con el correr del tiempo me crecieron la pollera y la melena y nadie preguntaba por mí del otro lado de la puerta cancel y nada era diferente a lo del día anterior y, sin embargo, algo me hacía sentir que todo era traicionado, aunque se repitiera hasta el cansancio lo que se repetía una y otra vez, porque la vida necesita calcarse a sí misma, poner espejos delante para seguir avanzando. Lo único que no variaba y daba la impresión de mantenerse en un estado de fidelidad era la escalera de pórtland, parca, interminable, lista para que mis ojos quedaran fijos en ella. Altos mis ojos hacían el viaje que mis piernas se negaban a emprender. Por lo visto mis piernas estaban hechas para caminar por el patio, tapar cada tanto la delgadísima línea que unía las baldosas y el salpicado en negros y blancos que interrumpía el gris y, a veces, la sombra de mis pies que crecía como una melena hacia atrás o hacia delante y que mis pies, mis propios pies, pisaban y pisaban hasta que los vestigios del sol se borroneaban en el cielo del patio.
Cansada de hablar a regañadientes en los horarios de las comidas sobre los grandes viajes, una tarde tuve el coraje de arrimarme al borde del último escalón de la escalera. Y temblé. Me dio la impresión de que aquel filo grisáceo era el océano que separaba dos continentes. Y ahí, en el borde, la luz rectangular me encegueció. Un aluvión opaco surgió desde mi estómago y me envolvió la cabeza. Caí hacia atrás. Fue un duro golpe aceptar el fracaso, el viaje no había comenzado y yo había sido tragada una vez más por el vacío del patio.
Si pensaba que viajar era ir de lo conocido a lo desconocido, subir esa escalera podía ser el viaje más importante de todos. Al parecer se trataba tan sólo de una idea mía, ya que en casa nadie mostraba el menor interés por esa suma de escalones a los que tía consideraba ásperos, pura rusticidad, y a la que el resto de la gente de la casa mataba con su indiferencia. Menos mal que, en una suerte de acto solidario, el gato utilizaba la escalera para limarse las uñas. Bueno, a la escalera no, sino a su baranda construida con vaya a saber qué clase de árboles añosos que casi no se dejaban tocar. De cualquier forma el gato insistía, subía al primer escalón y se estiraba y se estiraba mostrando las uñas. Salvo mis ojos y las uñas del gato nadie había incluido a la escalera en su vida particular, como si aquella escalera no existiese y en el patio no desembocara nada, como si el patio no tuviera esa gran cola de reina, gris, áspera y presuntuosa.
Alguna vez, entre los silbidos apagados de la siesta, al subir por aquella escalera, las polleras de mi madre se arremolinaron sobre sus piernas blancas. Pero ahora mi madre estaba en un lugar que no era el mundo ni era el patio. Y no se había vuelto a hablar de ella. Ninguno la recordaba ni mi hermana que, dos por tres y sin el menor disimulo, se dedicaba a espiarme. Yo entonces desviaba la vista o simulaba jugar con el gato. No pasaba un segundo antes de que mi abuela me retara diciendo que dejara de alborotar el aire. Al rato estábamos todos tan quietos, tan horriblemente quietos, que la vida pasaba por el patio deslizándose sobre patines. Y pasaba. Era una ráfaga, cuando nos descuidábamos, ya se había ido.
En muchas ocasiones me sorprendí mirando la escalera como a algo definitivamente perdido, como si fuese un mar, un espacio infinito, no un rincón del patio donde la luz se comportaba con excelencia. Por desgracia, al darme cuenta de esto, la escalera se me volvía inaccesible, dejaba de ser aquel puente entre el escenario de baldosas grises y el rectángulo de luz. Era entonces cuando creía renunciar al sencillo taconeo de escalón sobre escalón. E inmediatamente la escalera se transformaba en una montaña empinada o, a lo mejor, en una cartulina, una superficie chata, sin profundidad, imposible de ser transitada. De modo que no tuve más escapatoria que girar sobre mis talones para darle la espalda. Podía pasarme toda la tarde dándole la espalda a la escalera, sin embargo, giraba la cabeza, me parecía verla por primera vez y, de repente, la descubría de nuevo: era un mar, era un puente larguísimo, una montaña en extremo elevada, un terreno ingrato que prometía viajes irrealizables, una travesía de sueños. Por eso evité darle la espalda. Quizá porque la atracción que sentía por la escalera más el correr del tiempo o de la vida en el patio me hicieron descuidar el resto de las cosas y de la gente, poco y nada puedo decir de mis abuelos, de mi hermana, de mi tía y hasta del gato. O tal vez porque la imagen de la escalera empezó a crecer dentro de mí día a día, igual que los malvones en las macetas despintadas, lo cierto es que en mi recuerdo la escalera se agigantaba y se agigantaba como si estuviese viva. Solamente los rasguños del gato en la baranda me arrancaban de la memoria esa sensación de descomunal crecimiento.
Varias noches soñé con el acto audaz y arriesgado de subirme a ella. Aunque los sueños podían comenzar de las maneras más estrafalarias, en su mayoría terminaban de la misma forma. Yo subía la escalera en monopatín o corriendo, casi flotando en el aire o montada en una escoba, despacio o apuradísima, la cuestión es que lo que sucedía después no cambiaba jamás: me precipitaba con violencia hacia abajo, caía en un abismo o desde la azotea de una torre de departamentos, caía, caía sin cesar y el patio me tragaba. No eran sueños sino pesadillas, no eran viajes sino accidentes. Desmelenada, cubierta de moretones y con los huesos rotos, amanecía en mi sueño justo en el centro de un patio con baldosas grises, el mismo patio blanco por el sol del mediodía en el que desembocaba mi escalera de verdad, la que no era subida ni bajada, la que yo sólo miraba a la distancia en el centro del gran patio de paredes muy altas, la que trazaba para mi un camino sin viaje.
Después vino un tiempo en el que no sucedió realmente nada, mucho menos de lo que hasta entonces casi no había sucedido y, en medio de este son suceder, ocurrió que el gato con sus uñas ya afiladas continuó estirándose y estirándose por la escalera y yo, que seguía teniendo como siempre catorce años, vi el cuerpecito del gato atraído por el rectángulo de luz o por lo que fuera, ir hacia arriba, subir largo y tendido uno a uno los escalones de pórtland. “Ya está”, pensé y al decirlo me pareció mentira. Allí adelante, el gato continuaba estirándose. Yo también estiré la mano, el brazo y sin querer se me fueron los pies. Mis pies veloces me arrastraron hacia arriba, por la escalera tras el gato. Casi sin que me diera cuenta subíamos el gato y yo con un lejano aire de hipnotizados. Giré la vista hacia atrás y el patio empequeñecido fue una suma de cuadrados grises que, ante mi estupor, también podían ser mirados desde un lugar diferente. Allí estaba yo, casi pisando las patas del gato, casi atravesando el aire luminoso con forma de rectángulo. Di unos pocos pasos más, con sorpresa comprendí que me esperaba otro patio, muy grande, igual al de abajo, con las paredes altas y las baldosas grises y las macetas sin colores. Por arriba nada: la oscuridad, el borde del Universo. Sí, era un patio igual al de abajo, pero en el que no desembocaba ninguna escalera, en el que no había nada para mirar. Un patio sin gente, calcado de otro, la sombra, el fantasma de un patio real. Ya no sé cuántas vueltas di rozando las paredes filosas ni cuántos ángulos me obligaron a girar para seguir dando vueltas. La noche se veía grande, muy grande, sin luna, sólo noche: un espacio hueco donde podía proliferar mundos y estrellas, un sitio por el que los patios del mundo dejarían crecer sus tentáculos, sus filamentos, sus rústicas líneas. Pensé que el patio de abajo tenía raíces que se incrustaban en la tierra negra buscando algún centro y que este patio alto estaría cubierto, hasta el fin de los finales, por la noche oscura y que cada uno de estos dos patios era la cara de una moneda que la escalera de pórtland unía con cierta delicadeza, de ese modo frágil en el que dos cosas demasiados semejantes se unen. De pronto sentí miedo de que mi escalera pudiera volverse invisible entre semejante desparramo de negruras. Entonces bajé los párpados, aflojé las piernas y me figuré una luna llena, plateada, densa, a la que nadie, ni siquiera el gato, se pudiera trepar.
Irma Verolín estudió letras en la Universidad de Buenos Aires, ha publicado tres libros de cuentos: Hay una nena que gira, La escalera en el patio gris, Una luz que encandila y una novela: El puño del tiempo. Es también autora de literatura infanto juvenil: La gata sobre el teclado (Alfaguara), La lluvia sobre el mundo (El Ateneo) y El misterio del loro, entre otros. Ha escrito la novela El camino de las araucarias con la que obtuvo el primer premio internacional de Novela Mercosur, que permanece inédita. Ha obtenido diversas distinciones entre las que se destacan el Premio Fondo Nacional de las Artes, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Premio Emecé, Primer premio de Encuentro de Escritores patagónicos, Primer Premio Municipal Eduardo Mallea por su novela "La mujer invisible", también inédita, Primer Premio Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos, dos de sus novelas fueron finalistas en los premios La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre apertura de la conciencia y calidad de vida.