Una voz para
recuperar el amor vivido
por Carlos Antognazzi
“Viajábamos con voracidad, como si la
tierra estuviera a punto de acabarse y hubiera que recorrerla toda, de un
extremo al otro, sin darle tiempo siquiera a que continuara girando. Viajábamos
sin medida, descontroladamente, para no llegar a ninguna parte, para no
quedarnos ni aquí ni allá. Y eso era bueno porque viajando no había ni aquí ni
allá, el espacio se convertía en tiempo, las cosas no estaban quietas, por lo
tanto no nos aburrían con su fijeza, además no había que esperar que terminara
la noche o comenzara el día para que el paisaje cambiara.
Ese vértigo
de arrastrar el cuerpo a ras del mundo era lo único que parecía justificarnos.
Él me decía:
—Mirá bien
el paisaje. Ya vas a ver que cuando estemos en Egipto será muy diferente.
Su tono
irónico no apagaba el colorido tropical de tanto monte desparramado sobre las serranías.
Su tono, en realidad no apagaba nada, sino que era su voz la que se iba
apagando dijera lo que dijese, como si un viento lo agobiara o el paisaje la
aspirara desde todos los ángulos. Su voz siempre perdía intensidad aún cuando
hablaba de los viajes. Su voz no era dulce, ni tampoco firme. Era una de esas
voces que dan la impresión de que les falta temple o consistencia, una voz un
poco desmantelada o sin esa especie de médula que la sostenga por dentro para
que sea capaz de atravesar una parte del mundo sin sucumbir. De cualquier modo
su voz o sus palabras poco importaban. Quizá únicamente importaba el hecho de
viajar o, en tal caso, la idea de viajar. El resto, los asuntos de cada día se
acomodaban o giraban en torno a nuestros viajes con demasiada sencillez. Éramos
simplemente dos personas que viajaban y viajaban y viajaban".
Hay,
primero, una voz. Una voz que enuncia una historia fragmentada, que procura
asirla en un discurso solidario, sensible. Una voz femenina que, como diría
Barthes, desea la armonía de una historia que se
disgrega, inevitable, en mosaicos difusos. La voz desea recuperar un tiempo y
ordenarlo para poder comprender lo que ha ocurrido en ese pasado, quizás no tan
lejano, pero que visto con los ojos de la nostalgia y la perspectiva de los
años aparece fatalmente nimbado de misterio y añoranzas. La voz habla de las
cartas, entonces, porque entiende que en ellas, en su sincero candor, puede
haber una punta para comenzar a desovillar esa historia ocurrida en el norte
del norte, en un pueblo perdido en las serranías en el corazón de Misiones. Un
pueblo que existe, que tiene nombre y que conocí pocos años después que Irma
Verolín lo conociera como una especie de exiliada voluntaria: San Pedro.
La
voz también tiene nombre, el nombre que firma las cartas recuperadas gracias a
las fotocopias que Marcos, el otro protagonista de esta historia, hizo para
devolverlas, a quien las escribiera, aceptando su pedido. Pero es un nombre de
ocasión, un nombre surgido tal vez más de la necesidad de darle una
organización a esas cartas que a una realidad incuestionable: «las firmaba una
tal Irene. Así me llamé yo por aquel tiempo, así me rebautizó Marcos. Ya no me
llamo Irene. Me llamé así sólo para Marcos y los pocos amigos del monte, para
los viajes, para la ciudad en la que terminamos viviendo» (p. 14).
Hay
una voz y hay un lugar también, entonces, un espacio acotado a unas pocas casas
en medio “del monte”, esa forma genérica de llamar a la selva misionera. Y hay
una época, difusa pero reconocible, fines del proceso militar en Argentina. En
un momento, promediando la novela, la voz dice que «llegar a las islas perdidas
en la última guerra carecía de sentido» (p. 102). Porque Irene y Marcos,
adoptemos de una vez los supuestos, viajan, se mueven, viven enclavados en el
monte pero cada tanto, como liberando el vapor para que la presión no sea
excesiva, parten siguiendo las líneas de un mapa ajado. Parten buscando algo de
sí mismos que no pueden hallar fuera, que llevan dentro, pero que los impulsa
en viajes agitados, frenéticos. Luego todo vuelve a la calma de San Pedro y al
oficio de médico de frontera de Marcos y al de aprendiz de alcohólica de Irene.
Porque, sumida en esa selva que asfixia y desdibuja los contornos de las cosas,
deglutiendo la aparente firmeza de los objetos, Irene se refugia en el alcohol
como una forma de escapar a algo innominado que la acosa.
Si
todo esto que digo es ambiguo, si en cada frase hay brumas e imprecisión, es
porque esta novela está construida desde una voz elusiva que narra en forma
inconexa aunque calma, yuxtaponiendo pequeños fragmentos de recuerdos que van
generando, casi a pesar suyo, como si no fuera esa la intención, el entramado
de la historia de Irene y Marcos. Dividida en nueve capítulos que señalan otras
tantas instancias, la novela es un acabado ejemplo de estructura de mosaicos,
párrafos autónomos que se relacionan por espacios en blanco y que van
conformando con retazos una historia de amor y desamor.
Si
los protagonistas son apenas esbozados es porque el aliento de la novela así lo
exige. Porque antes que ellos lo que prima es el tono, la melodía de esa voz que
va y viene tejiendo anécdotas, recuerdos, sutiles ironías, gritos y discusiones
calmos, aletargados en el sopor del monte y la distancia emocional que
ineludiblemente atempera los hechos. La prosa es de un lirismo que se acompasa
a la respiración de quien enuncia y quien lee, que doblega todo ripio y todo
drama y lo amolda al discurso. Nada sobresale, nada desentona, todo tiene su
preciado y calculado espacio en la trama, cada mosaico de recuerdo acompaña, no se impone. Más
allá de la historia en sí que Irma Verolín cuenta, éste es el rasgo que hace de
este libro una excelente novela: la fluidez de un discurso sin enmiendas, que
dice lo justo, como con cautela, para difuminarse rápidamente en lo elusivo.
Los
elementos con que cuenta Verolín son mínimos. Una pareja, el monte, los viajes
para buscar lo que llevan consigo en su propio interior, un contexto de
violencia que aparece en sordina, en segundo plano. Es cierto que esta calma
del discurso sólo puede funcionar, técnicamente hablando, porque se trata de un
recuerdo, de una evocación que la narradora hace desde la distancia del tiempo
transcurrido. Esa voz que se aísla de los hechos narrados puede hacerlo porque
no dice en el momento de los hechos sino años después, cuando llevada por el
deseo de contar esa historia pide a “Marcos” que le fotocopie las cartas que le
fue enviando para recuperar parte de lo vivido y reconstruir los días en el
monte. Pero las cartas son dichas, no aparecen en primer plano. Todo queda supeditado
a esa voz que teje y desteje con parsimonia y que dice lo justo sin que
necesariamente eso dicho sea del todo cierto o comprensible para el lector,
como el capítulo de la “criatura”, ser de cuatro patas que ni Irene, ni Marcos,
ni Verolín ni, evidentemente, el lector, pueden saber de qué clase es. La
criatura aparece en un capítulo y desaparece al siguiente como si nada hubiera
ocurrido, pero tanto Irene como Marcos y el lector perciben en ella, por la
manera en que la adoptan durante su breve estancia, que pudo ser la proyección
del hijo que no tienen.
Este
capítulo funciona además para ejemplificar la libertad con la que se maneja
Verolín a la hora de
narrar. Si la prosa es acompasada a una respiración suave es porque Verolín se
permite que la voz fluya sin intermitencias, que diga a su ritmo, que se
exprese y avance buscando su propia cadencia, su medida, su tono. Nada inquieta a la autora
ni a la voz que recupera el pasado. Hay en esta actitud una suerte de
aceptación, de ese wu-wei que determina el espíritu oriental,
según el cual las cosas son como deben ser, ser sin objetivo, ausencia de
intención. Es el espíritu del Tao: la contención, la blandura, la beatitud, la
ternura.
En
esa búsqueda que la protagonista hace de una instancia pasada de su vida hay
otro viaje, también. No sólo Irene y Marcos viajan por la geografía ajada de un
mapa que se va desgastando con el tiempo hasta desaparecer y tener que
reemplazarlo, sino que Irene, años después de los hechos, “viaja” nuevamente
desde la relectura de las cartas hacia ese pasado para percibir en los pliegues
y claroscuros de una selva y un cuerpo una historia de amor, su propia
historia, aquello que permanece por más tiempo que transcurra. La Irene que enuncia ya es
otra, lo ha dicho explícitamente al principio de la novela, pero hay algo que
subsiste latiendo allí, secreto, misterioso, insondable, y que sólo se puede
recuperar desde las brumas a través de la praxis,
desde el alborozo siempre renovado de la escritura.
“A veces, insistiendo en releer esas cartas,
se me ocurre que hay una tercera en discordia. Me refiero a mí. La primera es
la que escribió las cartas, la segunda, esa que aparece en el video y que no
quiero ser yo y, por fin y en tercer lugar, mi persona.
Entonces la
señora del video, no yo, es la que busca comprender a la mujer de las cartas.
Sospecho que no la comprenderá porque la rechaza, no la quiere, no le perdona
sus torpezas, sus arranques de mal humor y su alcoholismo. Lo único que
justifica a aquella mujer frente a los ojos de esta señora es su supuesta
hermosura, una hermosura que, por otra parte, está en tela de juicio. De modo
que podría decirse que la mujer es injustificable. Sin embargo sin ella no hay
historia, no hay nada que decir. La existencia de la mujer sostiene la
existencia de la señora que necesita forzosamente entretejer su pasado.
Ella
escribe, ella intenta alimentarse de la sed de escribir que la mujer tenía, por
eso hurga entre los recovecos de las letras de sus cartas con bastante
escabrosidad. La señora quiere escribir y la pobre se tropieza con la
dificultad de no poder precisar cómo se llamaba aquel árbol, aquella planta,
aquel bicho, aquel recipiente de fibras vegetales que oficiaba de maceta que
siempre mantenía la humedad. Eso le produce un dolor enorme. Pero la señora, la
misma que aparece en el video grabado en el cable cultural, cierra sus ojos y
sabe que todo aún está allí, dentro de ella. Todo está intacto. Ha perdido el
recuerdo de las palabras pero no la memoria de las cosas que esas palabras designaban.
Entre la vida y las palabras siempre se cruzó un abismo; tender un puente entre
ellos es tender la capa del torero que flota sobre el charco como en la canción
«El relicario» que su abuela cantaba. Tarde o temprano la capa se hunde y con
ella el pie. Hay que cruzar muy rápido, muy rápido de la realidad a las
palabras para no naufragar. La señora del videolo sabe muy bien. “
El
mundo que presenta Verolín en esta novela no es, seguramente, el real,
biográfico, que tiene que ver con las coordenadas de espacio y tiempo de una
época arrasada por los días, pero a la vez provoca en el lector un eco, una
íntima sospecha de que ese amor padecido hace tanto por Irene y Marcos, en el
monte, ha trascendido y se ha renovado en el largo y azaroso camino de los viajeros.
Texto leído en la presentación de la novela- La Redonda- Santa Fe, 23-9-12
Los párrafos citados corresponden a
las páginas 9 y 129 respectivamente de “El camino de los viajeros” de Irma
Verolín, Ediciones UNL, Santa Fe 2012.